Viaje al centro de nuestro corazón.

Denusoide
13 min readJun 26, 2021

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Foto: Camila Godoy

Todos los años lo mismo.

Enero.

Calor.

Los bolsos listos.

El remis que encargamos la noche anterior pasa por casa a buscarnos para llevarnos hasta la esquina de Las Flores y Av. Mitre; dónde siempre esperamos el micro.

Llegamos, como siempre, media hora antes.

Desde que era esa nena de 5 años que odio esperar. Al día de hoy sigue siendo igual aunque aprendí a hacerlo porque cuando creces la vida no te da muchas otras alternativas más que aprender a esperar y ser paciente.

Reflexionando, quizás pueda responsabilizar por mi falta de paciencia, al exceso de puntualidad y organización en mi familia. Pero no estoy acá para encontrar culpables.

Bajamos en la esquina todos los bolsos. Bah… Los 3 Bolsos. Siempre eran 3. Uno para ustedes, uno para mí, y uno con los juguetes y las cosas que había que llevar a la casita. Siempre 3. Como nosotros hasta ese entonces. El de la ropa de ustedes yo lo usaba para sentarme, mientras veía como otras familias además de sus mega valijas modernas, llevaban tablas de barrenar y sus sombrillas y reposeras. Los otros nenes se portaban mal y los padres no sabían bien cómo controlarlos. Yo, en cambio, me sentaba sobre el bolso y te preguntaba cuánto faltaba para irnos. Vos me esquivabas la respuesta, y siempre me inventabas algún juego didactico para pasar el rato, como por ejemplo, que te contara a dónde iba cada micro que paraba en la esquina. De esa forma te asegurabas dos cosas: 1- que estaba entretenida haciendo algo, y 2- que sabía leer.

A veces me aburría y pensaba por qué no había traído todos los juguetes que yo quería… Vos me decías que no nos dejaban llevar más de un bulto por persona y con eso me convencías de no llenar el bolso “extra” con mi colección de muñecas. Así que yo me entregaba por completo a la espera del micro, jugando a lo que vos proponías hasta que llegara el nuestro… diría que porque no tenía más remedio, pero en realidad un poco me gustaba.

Cuando el “Rápido” o el “Plusmar” a San Clemente frenaba en la esquina, yo no sé quién de los dos estaba más feliz.(En realidad si lo sé: Vos). La abuela era la encargada de darle los bolsos al co-piloto para que los acomode en la bodega y siempre les aclaraba: -“ponelos adelante, porque nos bajamos en el primer pueblito”- . Cuando se aseguraba de que lo hubieran hecho, nos daba nuestros pasajes, y vos y yo subíamos primero, no sin antes saludar al chofer, al que le sacabas charla, como si lo conocieras de toda la vida. Yo sabía que no, pero me gustaba ser la nieta del hombre que tenía buena onda con ellos porque por lo general venían a conversar con nosotros durante el viaje y hacían que el tiempo se pasara más rápido.

Siempre me hacías buscar a mi los asientos, asegurándote así de dos cosas: 1- que estaba entretenida haciendo algo, y 2- que sabía contar.

Cuando los encontraba yo me acomodaba del lado de la ventana y vos al lado mío. Abríamos las cortinas y esperábamos a que el micro arranque para saludar a quien sea…. ¡como si abajo hubiera alguien despidiéndonos!… Y la realidad es que, por lo lo general no lo había, porque a ustedes siempre les gustó viajar por la mañana, y mamá y papá trabajaban a esa hora… Es por eso que solíamos ir a tomar el micro en un remis, pero igual nosotros le regalábamos nuestro ademán a las personas que estaban todavía en la esquina despidiendo a otras familias, o esperando otros micros.

El vehículo encendía sus motores y la aventura arrancaba. La abuela y vos charlaban un poco mientras yo hojeaba algún cuento que llevaba en mi mochilita. Los primeros minutos del viaje, mientras el paisaje todavía era la barbarie de la ciudad, no solían ser los más complicados. Siempre había algún comentario para hacer, personas a las que observar, autos lindos (o no tanto) sobre los que charlar. Y hasta “El cruce” el micro iba frenando, invitando a la gente a subirse como si fuera un colectivo de línea. Era una hora, de las 4 totales que duraba el viaje, que a mi se me iba volando.

Dormir no era opción. Yo lo intentaba, pero muy pocas veces lo conseguía, así que cuando llegábamos a “La Rotonda de Alpargatas”, la cosa empezaba a ponerse tediosa.

Campo.

Campo.

Vacas.

Campo.

Todo igual, todo lo mismo.

Vos insistías para que duerma un poco, pero no… no había caso. Casi nunca había caso. Así que la abuela se resignaba, preparaba el mate, sacaba las galletitas, y empezaba a cebar.

Con “chucker” para vos. Y amargo para mi. Una galletita de salvado para vos, y una Okebon o una Maná de vainilla para mí. Y así pasábamos otro rato, desayunando arriba del micro que nos llevaba a nuestro paraíso.

Pero el campo se volvía cada vez más repetitivo, así que ahí es donde desplegabas todas tus armas y empezabas a contarme ese cuento-juego que me hacía ejercitar la memoria mientras lograbas que se me pasen las horas.

Siempre me contaste cuentos que inventabas. Siempre lo hacías a la hora de la siesta para ver si tenían la suerte de hacerme dormir… se ve que desde chiquita eso es un problema para mi el temita de dormir, pero con tus cuentos, la magia solía suceder…

Por lo general me preguntabas a mi qué cuento quería escuchar y yo siempre elegía: “El de chatrán”, “El de los conejitos” y el del “Viaje a San Clemente” , que tenía dos variantes según la ruta que eligiéramos agarrar. Algo así como los libros de “Elige tu propia aventura” pero ao vivo y sin guión. Pero cuando viajábamos, obviamente, el elegido para empezar era el del viaje. Y vos arrancabas a contarlo desde donde sea que estuviéramos en ese momento. -“Recién pasamos la Rotototonda deeeee….” — y dejabas un tiempo en el aire para que yo te dé la respuesta — “¡Alpargatas!”…- gritaba… A los 5 todavía no sabía manejar, pero si me tiraban en el medio de la ruta yo iba a poder indicar perfectamente todos y cada uno de los pueblitos por los que debía pasar el micro antes de llegar a nuestra casita.

Mi parte favorita del viaje llegaba a la altura del Río Salado por dos cosas: 1- Estábamos llegando a la mitad del viaje y yo había estado entretenida haciendo algo, y 2- porque me preguntabas a mi qué pasaba en el río y yo, emulando tu “gallego”, ese “gallego” en el que me hablaste desde que soy chiquita, te decía “están os barquinhos pescando”. Y por lo general después de eso cantábamos o recitábamos juntos alguna que otra estrofa gallega que vos me invitabas a completar:

-Paxarinho, cando chove-

-Pon o rabo na silveira- decía yo

-Así fai a boa moza..

-Cando non ten quen a queira-

Y me aplaudías sin vergüenza, como si hubiera aprobado un examen internacional de inglés. Jamás rendí un examen internacional de inglés, pero ¿Cuántas nenas de 5 sabían “falar galego como eu”, sin vivir en Galicia…? Y ese es mi First Certificate más importante, porque estaba validado por la universidad del MEJOR ABUELO DEL MUNDO. Ese que nos llevó de viaje a su pueblo, Camariñas, y nos metió en los restos y escombros de lo que era la casita donde su mamá lo había criado y, con una emoción desbordante falando o galego mais cerrado que eu e oido na minha vida, nos contó MUY CLARAMENTE a mi y a mi hermana, la anécdota más graciosa de su infancia.

Sin dudas, esto de contar, lo heredé de vos.

En fin, retomo… Entre tus cuentos y mis lecciones de gallego se nos pasaban los kilómetros hasta llegar al peaje. Y eso solo significaba dos cosas: 1- El campo iba a dejar de ser campo en menos de nada y yo habría estado entretenida haciendo algo durante todo el viaje y 2- Empezaba el juego de buscar en el horizonte al Faro San Antonio.

Cuando el faro aparecía, Galicia, los cuentos y las Maná no importaban porque HABÍAMOS LLEGADO.

Una vez entrados en el pueblo todo pasaba rápido. Yo miraba si la gente tenía puesta una camperita o un buzo y así deducía si el clima estaba para ir playa o no. Aunque no lo estuviera yo siempre decía que sí y sabía que si la abuela tenía frío para llevarme, vos igual ibas a ir a pescar a la tardecita, y que si me abrigaba, me ibas a dejar acompañarte.

Cuando llegábamos a la casita te dejaba un rato tranquilo porque tenías que conectar los “tapones de la luz”. Nunca entendí bien qué eran los tapones, pero vos agarrabas unas pinzas, ibas a la caja de electricidad del frente y me pedías que me quede adentro de la casita y te avise cuando se encendieran las lamparitas, asegurándote así de dos cosas: 1- que estaba entretenida haciendo algo y 2- que había luz.

Después de que nos aseguráramos la electricidad, vos ibas a abrir las puertas del fondo y encendías el motor para bombear agua, guardabas las herramientas en el cajón y preparabas las cosas para irte a pescar más tarde mientras me pedías que te avise si rebalsaba el tanque.

Almorzábamos algo de la rotisería de la esquina, que por lo general eran pizzas o empanadas (Las mejores del mundo mundial). Por esas épocas en las que todavía íbamos de vacaciones en micro, el día de llegada y el último día, eran los únicos dos en que nos dábamos ese lujo.

Después prendías tu “Radio negra con botón rojo” y acomodabas la antena para sintonizar el programa de Galicia. Si. No sé y nunca entendí como en San Clemente del Tuyú, Buenos Aires, Argentina vos sintonizabas un programa que hablara de tu pueblo. Pero lo hacías, doy fe, y nos íbamos los 3 a dormir la siesta escuchando la radio. En realidad, dormían ustedes, yo solo esperaba a que lleguen las 4 y baje un poco el sol para que la abuela me llevara a la playa y arrancar así oficialmente nuestras vacaciones.

Foto: Camila Godoy

Era tal el trajín del primer día que llegaba la noche y yo solo quería dormir, no sin antes preguntarte si al día siguiente ibas a ir a pescar. Tu respuesta siempre era la misma “Si no llueve, si, y hoy había muchas estrellas en el cielo, así que no creo que llueva.” No sé si eso es verdad o no, digo no sé si que haya estrellas en el cielo es síntoma de que al día siguiente el día iba a estar lindo, pero servía para que yo me vaya a dormir sin mucho espamento, y conformándome con que solo me cuentes UNO de los cuentos de tu antología; porque si vos ibas a pescar significaba que la abuela me iba a venir a despertar tempranito para que vayamos caminando por la playa a llevarte el mate con las facturas.

Y así era. 7 am, los días de sol, Carmen me despertaba levantando la persiana de mi habitación, dejando que el sol me dé de lleno en la cara. Después de lavarme los dientes, agarrar mi palita roja y mi baldecito, y por supuesto, el mate, emprendíamos viaje a la panadería de la vuelta, comprábamos tus medialunas preferidas (las de grasa), las preferidas de la abuela (de manteca) y mis 2 vigilantes. Por la calle del costado, cruzando el médano de nuestra queridísima “Playa de la 50” nos acercábamos a la orilla e iniciábamos la caminata en dirección hacia donde sabíamos que estabas: Esa playita alejada del lado izquierdo, a la que vos apodaste “A pota” o “La Olla”. Una playita que no tiene cartel, ni balneario, pero sí MUCHOS CARACOLES (que yo me dedicaba a juntar) y muchas borriquetas (que a vos te gustaba pescar).

Y allá a lo lejos, con mi baldecito rojo y azul lleno de conchillas te veía sentado con tu gorra sobre tu SEÑOR BALDE blanco con tapa, vigilando si la caña hacía o no algún movimiento que te avisara que algo había picado. Cuando me acercaba, antes de preguntártelo, miraba el balde y por el color que se traslucía podía saber si ese mediodía se comía pescado o no. Cuando yo tenía 5 se ve que todavía había muchos peces en el mar porque SIEMPRE tenías el balde lleno, o a lo sumo por la mitad.

En esas horas infinitas que compartíamos en la playa por la mañana, me enseñaste que la luna era la que controlaba la marea, que si a la mañana subía, a la tarde bajaba y que eso cambiaba con los “ciclos”. Que si había muchas olas o viento, lo más probable es que no hubiera pesca, pero cuando las gaviotas volaban cerca del agua significaba que sí; Que si me acercaba los caracoles grandes a la oreja, podía escuchar el mar. Que cuando en la orilla la arena tiene agujeritos y se hacen “globitos” es porque hay almejas, y que no había que desenterrarlas porque alguien te había contado que se estaban extinguiendo.

Yo te creía todo, excepto esto último porque cuando yo tenía 5 si hay algo que les sobraba a las orillas del mar en San Clemente eran Caracoles GIGANTES Y ALMEJAS. Pero tiempo después tuve que aprender a escuchar el mar con aquellos que una vez encontramos cuando yo tenía bastante menos de 5. También desaparecieron los agujeritos en la orilla del agua por mucho tiempo y a partir de ese año, y por muchos más, nadie volvió a comer almejas.

Cuando se hacían las 10 am y la gente ya empezaba a llegar con sus sombrillas y heladeritas para pasar el día en tu playa ya no tan secreta, vos sacabas tu caña del mar, la atravesabas en la manija del balde, y te la ponías al hombro mientras emprendíamos la vuelta a casa.

Si habías pescado, la abuela y yo lavábamos os peixes y les sacábamos las escamas. En ese entonces, lejos de darme asco, me llenaba de felicidad y hoy quizás sienta un poco de culpa por eso…. pero no estoy hablando de mi, sino de vos, y de tu nieta, la de 5 que en algún lado de esta mujer de 30, todavía habita aunque más no sea para recordar.

La rutina se repetía:

Almuerzo.

Siesta con radio.

Playa con la abuela.

Algunas tardecitas vos ibas a pescar a la playa “De la 50” y yo te acompañaba.

Otras nos parábamos en el patio y hablábamos con Don Atilio a través de la pared del fondo. Yo te acompañaba porque Doña Cuca me prestaba sus collares de perlas de plástico para que los luciera y si estaba su nieta Carola, me invitaba a pasear en su Jeep.

Otros días preferías quedarte viendo el noticiero de la repetidora de Canal 8 de Mar del plata… Y todo muy lindo con la pesca y la información pero esa nena de 5 quería ir a la plaza y a los jueguitos, o a pasear en el jeep de la nieta de sus vecinos, así que la abuela tomaba la posta y me llevaba al centro hasta la hora de comer.

Cenábamos

Te hacía la pregunta sobre el clima

Cuento

Dormir

Despertarse a las 7 am…

y así, lo que duraran las vacaciones.

Jamás sentí aburrimiento en nuestra casita. No lo permitías, ni siquiera en los días de frío porque los usabas para enseñarme a jugar al dominó o a las damas. Tampoco los días de lluvia, porque me sacabas al jardín a buscar al “Sapo pepe y sus hijitos”. Quizás sea por culpa de las veces en que encontrábamos a los hijitos de Pepe y me invitabas a agarrarlos, que yo no le tengo NADA de miedo a los sapos aún siendo hija de una persona que se paraliza cuando los ve.

Aunque pasara enero con vos y la abuela y febrero con mis papás en el mismo lugar, el encanto no era igual. Y no porque me aburriera con ellos sino porque en TODO lo que hacíamos no estaba el abuelo, y la vida sin el abuelo, para esa nena de 5 años, no tenía sentido. Cada lugar al que iba con mis papás tenía una historia detrás con vos.

Con vos o con ellos, nuestra casita nos dio años de felicidad, solo que últimamente, “La playa de la 50” se volvió mucho más concurrida y ahora tiene un balneario donde pasan música y hacen unas papitas super ricas para los que se quedan en las carpas.

Si, también eso, ahora hay carpas que se roban MUCHOS de los metros infinitos que tenía nuestra playa favorita.

Nuestra playa favorita ya no está tan desértica. En temporada alta, cada vez es más la gente que se acerca con sus reposeras, lonas y sombrillas a amontonarse unos con los otros cerca de la orilla. Porque la playa ya no es tan desértica pero sigue gozando de muchos metros de planicie en comparación con otras.

El balneario, por suerte, tiene un caminito de madera que facilita el cruce del médano. Ese al que nos subíamos y por el que caminábamos sin ningún problema, pero que de un tiempo a esta parte, de no existir el caminito, hubiera imposibilitado tu acceso a nuestro lugar favorito.

Foto: Camila Godoy.

El año pasado con la pandemia y todo lo que “nos pasó” fue el primer de MUCHOS en los que ni vos ni yo fuimos (ni juntos ni separados) a nuestro lugar favorito. Y se sintió el vacío. Cada callecita, cada juego de la plaza. Todo en ese pequeño pueblo que me vio crecer, tiene una historia detrás con vos. Cada metro cuadrado de la casita de calle 50 y la 43 tiene tu nombre, y no porque sus paredes las hayas levantado vos con tus propias manos, sino porque esa casa es tu esencia. Esa casa sos vos.

Hoy, mientras vos estás tomando mates con la abuela en TU CASA, y la mujer de 30 que soy escribe esto en el piso de arriba; la nena de 5 años que supo ser tu primer nieta y todavía me habita; espera con mucha ilusión que la vida la premie con la suerte de que en un futuro no muy lejano, un remis nos vuelva a buscar por casa, cargue los 3 bolsos en su baúl y nos deje en la esquina de Av. Mitre y Las flores para tomarnos un micro juntos y emprender el viaje al centro de nuestro corazón.

A mi abuelo Enrique, con todo mi amor.

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Denusoide

Nacida bajo el signo de escorpio, diría que eso dice más bien nada, pero dice un montón. Escritora en proceso, bailarina de alma y un poco abogada.